El Estado mexicano ha puesto en el altar de sacrificios a toda una nación en favor de un “dios” conocido como Quetzalcoatl y de una entidad a la que llaman “Madre Tierra”.
Descargo de responsabilidad: el presente artículo no está dirigido a quienes profesan devoción a la “Madre Tierra”, a la Pacha Mama, a Quetzalcoatl ni a cualquier otro credo, culto o “ismo” de corte ambientalista, animalista o espiritualista. Si usted se identifica con alguna de estas corrientes, queda advertido: podrá continuar leyendo bajo su exclusiva responsabilidad y criterio.
Para algunos, esto podrá resultar trivial e incluso jocoso; otros lo interpretarán como parte de la cultura mexicana y como una ofrenda de respeto hacia los mal llamados “pueblos originarios”. Sin embargo, el culto que la recién inaugurada Suprema Corte de Justicia ofreció a Quetzalcoatl no es más que una validación y un retorno hacia la indiferencia, la desidia y la negligencia.
Claudia Sheinbaum ya había hecho referencia a Quetzalcoatl cuando dijo que el Tren Maya es Kukulkán caminando por la selva. Kukulkán es, de hecho, una traducción casi literal de Quetzalcoatl.
Pero esto que está sucediendo no es nada nuevo. En 1930, el Gobierno mexicano quiso sustituir la Navidad por el culto a Quetzalcoatl, cuando el revolucionario y entonces presidente de México, Pascual Ortiz Rubio, impulsó esta iniciativa. Lo que está ocurriendo hoy en México es la continuación de aquel proyecto revolucionario que busca cambiar las creencias de toda la nación en favor del misticismo y la sinrazón.
Se preguntarán: ¿no es acaso lo mismo venerar a Quetzalcoatl (mexicas), a Kukulkán (mayas), a Nāga (asiáticos) o a Hermes o Mercurio (grecorromanos) que al Dios del cristianismo? ¿Qué daño nos podría causar la diversidad de deidades?
El punto central radica en que el culto hacia estas deidades se centra en la inferioridad del ser humano con respecto a la naturaleza, por ejemplo, al ubicar a la “Madre Tierra” por encima de la humanidad. Bajo esta lógica, el hombre deja de ser protagonista de la historia para convertirse en súbdito de fuerzas naturales a las que debe someterse y rendir tributo. Se nos plantea que nuestra existencia carece de valor intrínseco y que sólo somos tolerados en la medida en que servimos a esos supuestos equilibrios naturales. En vez de fomentar la dignidad, la libertad y la responsabilidad del ser humano como motor de transformación, este tipo de culto lo reduce a un ser pasivo, culpable de existir, cuyo máximo deber es pedir perdón por habitar la Tierra.
En consecuencia, al asumir este tipo de culto no sólo degradamos la centralidad del ser humano, sino también la esencia de nuestra vida política: dejamos de ser una república constitucionalista para transformarnos en una comunidad sometida a rituales ideológicos disfrazados de espiritualidad. Los ciudadanos pasan a ocupar un rol secundario, divididos en categorías de segundo o tercer nivel, obligados a aceptar los designios de quienes detentan el poder y justifican sus decisiones en nombre de una supuesta “ecología política”. Así, lo que debería ser un orden basado en derechos, libertades y responsabilidad ciudadana se sustituye por un esquema de obediencia ciega a dogmas que poco tienen que ver con la razón pública.
Seamos justos y hagamos otra pregunta: ¿no ha hecho lo mismo el cristianismo a lo largo de la historia? La respuesta es sí, en parte. Numerosas naciones han instrumentalizado la religión —incluido el cristianismo— como medio de control para someter a las personas. Sin embargo, lo han hecho envueltos en un halo de misticismo que convierte la fe en un recurso para doblegar el carácter humano. El punto central no es la fe en sí, sino la oposición entre misticismo y responsabilidad. El ser humano es responsable de administrar con libertad y conciencia los recursos que la Tierra ofrece, y cualquier Gobierno que pretenda colocarse por encima de esa responsabilidad individual incurre en la sospecha de violentar las convicciones más íntimas de cada persona.
No estoy en contra de la fe; lo que realmente me preocupa es el tipo de fe que nos quieren imponer. Una creencia depositada en la “serpiente que se arrastra”, como Quetzalcoatl o Kukulkán, o en una “Madre Tierra” a la que debemos pedir perdón por supuestas culpas colectivas y difusas que como humanidad habríamos cometido, termina por moldear una visión política peligrosa. Bajo esa lógica, las políticas públicas se orientan a mantenernos como súbditos: individuos que cargan con una culpa heredada e inabarcable. Y así, el Estado —como ya lo vemos cada día— continuará mostrando indiferencia ante los verdaderos crímenes que nos aquejan, actuando con negligencia y desidia, pero ahora revestido con la justificación de que todo se hace en nombre de un supuesto “bien mayor”.
No lo debemos de aceptar. No debemos aceptar un Estado que pretenda erigirse como administrador de nuestras conciencias o juez de nuestras culpas colectivas. El liberalismo clásico nos enseña que la función del Estado debe limitarse a garantizar seguridad y justicia, nada más, nada menos. La verdadera responsabilidad recae en cada persona, en su capacidad de administrar con prudencia los recursos que la tierra nos ofrece, siempre respetando las leyes naturales, como señalaba Frédéric Bastiat. Desde esa base, es la familia la que educa, transmite valores y fortalece la vida; y es la vida misma la que debe ser defendida con dignidad, libertad y responsabilidad. No podemos permitir que, bajo un halo de misticismo, la Suprema Corte o el miso Estado pretendan dictarnos incluso la moral, sustituyendo la libertad individual por un culto impuesto desde el poder. Sólo bajo este orden, donde el Estado no suplante a las personas, sino que se limite a proteger sus derechos, podremos ser una nación de ciudadanos libres y no de simples siervos del sistema.