Hay celebraciones que se sostienen por tradición, y otras que se sostienen por inercia. La Revolución Mexicana pertenece a una tercera categoría: la de las fiestas que nadie cuestiona… porque nadie se atreve a contarnos la verdad completa.
Este artículo busca explicar por qué un mexicano honesto no debería festejar la Revolución, y por qué, en cambio, las izquierdas la celebran con tanta devoción. No para que odies tu historia, sino para que por fin la veas sin filtros.
Un ejercicio incómodo (pero necesario)
Imagina que dentro de 50 años, los libros de texto digan lo siguiente:
Nemesio Oseguera Cervantes, alias El Mencho; Nazario Moreno, ‘El Más Loco’; y Osiel Cárdenas Guillén fueron los héroes de la Segunda Revolución Mexicana.
Absurdo. Terrible. Inaceptable. Y sin embargo… eso es exactamente lo que ocurrió con la Revolución de 1910.
Entre los “héroes” oficiales hubo políticos, caudillos, oportunistas, terratenientes revoltosos… y criminales de tiempo completo.
La revolución real —la que vivió el pueblo, no la que recitan los desfiles— no fue una sola causa noble, sino una suma de guerras, rencillas, venganzas personales, movimientos armados paralelos y regiones controladas por grupos que, hoy, llamaríamos simplemente: cárteles rurales.
Los “héroes” que no te contaron así
El caso más emblemático es Doroteo Arango, mejor conocido como Pancho Villa. Antes de que la historia oficial lo canonizara, Villa era:
- Bandolero
- Roba vacas
- Asaltante
- Prófugo de la justicia
Y no era el único.
Rodolfo Fierro, su verdugo personal, fue una especie de Zeta de inicios del siglo XX: matón profesional, ejecutor de niños y adultos por igual. Otro ejemplo: “Cheche” Campos, ladrón rural que encontró en la revolución un empleo más rentable.
No eran idealistas. No eran libertadores. Eran grupos armados especializados en matar, robar, violar y saquear.
¿A qué se dedicaban los revolucionarios?
A lo mismo que muchos grupos criminales actuales: a apropiarse del territorio y del botín.
Saquear pueblos, violar mujeres y niñas, matar hombres. Ese era su “trabajo cotidiano”.
Muchos recibían financiamiento del extranjero, principalmente de Estados Unidos, interesado en un México débil y dividido. Algunos idealistas, como los hermanos Flores Magón, creían que derrocando a Díaz abrían la puerta al progreso; en realidad, abrieron la puerta al caos.
¿Cuántos murieron realmente?
No lo sabremos con exactitud. Las estimaciones van de un millón a 3.5 millones de muertos y desaparecidos. Tomemos un promedio razonable: 2 millones.
México tenía 15 millones de habitantes en ese entonces.
Eso significa que la Revolución desapareció al 13% de la población.
Pongámoslo así: Si hoy mataran o desaparecieran al 13% del país, estaríamos hablando de 17 millones de personas.
¿A eso le llamarías “fiesta patria”?
El mito de la guerra civil
La historia oficial narra una epopeya heroica que culmina cuando Porfirio Díaz se va del país. La realidad es más amarga:
- No lo derrotaron militarmente.
- Se fue para evitar un baño de sangre mayor.
- Y aun así, la masacre continuó.
Lo que siguió no fue una guerra civil entre gobierno y revolucionarios, sino algo más siniestro: un pillaje pactado entre facciones del Estado y bandas criminales.
La revolución no buscaba liberar al pueblo: lo utilizó como carne de cañón para disputas de poder.
Historia contada a modo
Las izquierdas mexicanas —reagrupadas después en el PNR, luego en el PRI— hicieron lo que mejor saben hacer: reescribir la historia para glorificar su origen.
Nos vendieron una revolución romántica, justa, popular, “de todos”, cuando en realidad fue:
- Un desastre demográfico
- Un colapso económico
- Una violencia sin freno
- Un experimento fallido de ingeniería social
¿Y qué celebran exactamente el 20 de noviembre?
¿La desaparición de poco más del 10% de la población?
¿O el mito que les permite seguir justificando que el desorden y el caos son necesarios para sus revoluciones eternas?
Porque para las izquierdas, la revolución nunca termina. Necesitan al pueblo revuelto, confundido y empobrecido para mantenerse en el poder.
No todo fue oscuridad (pero tampoco fue gloria)
Sí hubo causas justas. Emiliano Zapata, por ejemplo, sí defendió algo legítimo: la restitución de tierras a sus dueños originales. La causa zapatista histórica —no la adulterada por las izquierdas— merece respeto.
Pero una golondrina no hace verano. Y un justo no convierte una masacre en fiesta nacional.
Conclusión: lo que no deberíamos celebrar
La Revolución Mexicana no es la gesta heroica que nos contaron.
Es una herida profunda disfrazada de desfile nacional.
Una tragedia nacional convertida en mito oficial.
Un episodio que merece estudio crítico, no aplausos rutinarios.
Celebrarla sin pensar es repetir el error: romantizar la violencia de ayer mientras ignoramos la violencia de hoy.
Si a la generación actual le indigna ver a criminales dominando territorios, saqueando pueblos y asesinando inocentes…
entonces debería preguntarse:
¿Por qué celebramos a los criminales de hace un siglo?