Decir que la democracia nos ha fallado es como un diabético culpando a las refresqueras por su enfermedad. Creer que solo se puede elegir entre Coca-Cola o Pepsi, y que todo cambiará cuando las refresqueras decidan ofrecer algo mejor, es una forma de autoengaño. Mientras no asumamos la responsabilidad de buscar, exigir y construir alternativas, seguiremos atrapados en un menú limitado que nosotros mismos aceptamos.
El marco democrático de prácticamente cualquier nación está contenido dentro de un sistema político diseñado por quienes detentan el poder. Pero este sistema no se sostiene solo: cuenta con una serie de vástagos o pilares culturales y simbólicos que lo mantienen en pie.
En los sistemas totalitarios, por ejemplo, estos vástagos incluyen fenómenos como la antipolítica y la partidofobia. Es decir, no basta con intentar cambiar el sistema político en sí; primero es necesario desmontar el conjunto de creencias y actitudes que lo perpetúan. Esa red de ideas y emociones colectivas —la cultura política ciudadana— es parte estructural del problema.
En este marco, hemos llegado a creer que la única responsabilidad democrática del ciudadano es votar. Pensamos que emitir nuestro sufragio cada cierto tiempo basta para que los partidos “reciban el mensaje” y, gradualmente, se reformen. Pero, ¿reformarse hacia dónde? ¿Y bajo qué impulso?
A esto se suman los tanques de pensamiento —conservadores, liberales, libertarios— que insisten en que la solución está en educar a la ciudadanía para que exija cambios a los partidos desde afuera. Aunque esta labor puede tener valor, también encierra una trampa: muchos de estos grupos se mantienen alejados de la acción política directa, porque la consideran sucia o indigna. En ese gesto, caen nuevamente en la antipolítica y en la partidofobia, reforzando el mismo sistema de creencias que dicen querer transformar.
Recuperemos la política, reformemos la democracia
Si queremos una democracia que funcione, no basta con señalar sus fallas desde la comodidad de la crítica. Tampoco basta con votar cada tantos años, esperando que los partidos se corrijan por sí solos como si fueran máquinas automáticas de representación popular. La democracia no es una promesa cumplida, es una construcción constante. Y nosotros —los ciudadanos— somos sus obreros principales.
Es momento de abandonar la ilusión de que la política es algo ajeno, sucio o corrupto por naturaleza. Esa visión no solo es errónea, sino funcional al poder establecido. La antipolítica y la partidofobia no son gestos rebeldes; son muros invisibles que sostienen al sistema que pretendemos cambiar. Cada vez que renunciamos a participar, a organizarnos, a disputar el sentido común, le entregamos más terreno a quienes sí están dispuestos a tomar decisiones en nuestro nombre.
La democracia no nos ha fallado. Le hemos fallado nosotros al abdicar de nuestro papel protagónico. Hoy tenemos la oportunidad —y la urgencia— de corregir ese rumbo. Elijamos dejar de ser consumidores de opciones que no nos representan. Seamos creadores de nuevas alternativas.
La política no es el problema. La ausencia de ciudadanía activa lo es.